(Había escrito esto a raíz de la visita de un famoso Circo de Moscú que vino a Santiago hace casi un año).
“!Damas y caballeros! !Niñas y niños!, ¡bienvenidos al gran circo de Moscú!” se escuchó en los altavoces.
Pocas veces había estado en un circo y el ambiente parecía de algún lugar fuera de este país. Estaba cubierto por una gigantesca carpa de color azul con rayas blancas y rojas que le adornaban. En lo alto, cuatro banderolas, de las cuales dos podían ser las banderas de Rusia (ya que el llamado circo de Moscú, anunciaba un espectáculo que prometía ser fabuloso, con artistas traídos directamente desde San Petersburgo hasta la parte más lejana de la friísima Siberia).
Las jaulas de los animales se veían a lo lejos, tigres siberianos y osos. Sin embargo, no se escuchaban los rugidos. Las fieras, salvajes, más bien, parecían animales domésticos.
Fui con mis hijos y una amiga con su pequeña. Cuando hicimos la fila para comprar las boletas, me doy cuenta que los empleados eran mestizos y hablaban el español muy bien. Un señor, muy serio, de traje de levita blanco nos recibió a la entrada y pasamos al área alrededor de la carpa, donde se encontraban los vendedores de golosinas, souvenires y refrescos. Todos eran de origen latinoamericano y no se veía a ningún rubio proveniente de Rusia.
Llegamos con toda la ilusión del mundo a ver intrépidos acróbatas capaces de las más arriesgadas proezas, ilusionistas con trucos que harían sentir como un novato al mismo David Copperfield, veríamos trapecistas que realizarían quíntuples saltos mortales, domadores de las fieras salvajes, simpáticos números con animales entrenados, actos de payasos comiquísimos. En su lugar, saldrían unos artistas que lucían peinados y trajes sacados de una película de los años setenta, harían unas proezas que se deslucían frente a la magia de los efectos especiales cinematográficos a los que ya estamos acostumbrados. Inclusive, uno de los trapecistas, intentó, infructuosamente realizar su triple voltereta mortal en el aire y se cayó una y otra vez a la malla de seguridad.
Mientras adelantaban las funciones, en un momento, mi imaginación me hizo sentir paranóica, todas las caras lucían conocidas. El payaso se parecía al señor que cobraba la taquilla a la entrada. Olga, la contorsionista, se parecía a la señora que luego nos tomó las fotos. De repente, los empleados que recogían las cuerdas, por casualidad, eran los hermanos que más temprano, habían realizado las acrobacias de cuerdas en el primer número. El domador de fieras tenía la misma cara del conserje y los tigres lucían anémicos. El señor que nos recibió en la entrada era el mismo presentador de los actos. Le comenté a mi amiga que pensaba que el circo atravesaba tantos problemas económicos que los mismos artistas tenían que hacer todas las otras labores complementarias y me reí de mi ocurrencia absurda.
Al salir, llegué a la conclusión de que a este país le falta mucho para que nos alcance un “Cirque du Soleil”, que mientras tanto sólo nos visitan los circos tercermundistas que son tan castigados por las crisis como el que más. Pensé que seguirá pasando un tiempo hasta que la política y la pelota deje de entretenernos y podamos apreciar la belleza de un arte que ha ido cayendo en el olvido.
“!Damas y caballeros! !Niñas y niños!, ¡bienvenidos al gran circo de Moscú!” se escuchó en los altavoces.
Pocas veces había estado en un circo y el ambiente parecía de algún lugar fuera de este país. Estaba cubierto por una gigantesca carpa de color azul con rayas blancas y rojas que le adornaban. En lo alto, cuatro banderolas, de las cuales dos podían ser las banderas de Rusia (ya que el llamado circo de Moscú, anunciaba un espectáculo que prometía ser fabuloso, con artistas traídos directamente desde San Petersburgo hasta la parte más lejana de la friísima Siberia).
Las jaulas de los animales se veían a lo lejos, tigres siberianos y osos. Sin embargo, no se escuchaban los rugidos. Las fieras, salvajes, más bien, parecían animales domésticos.
Fui con mis hijos y una amiga con su pequeña. Cuando hicimos la fila para comprar las boletas, me doy cuenta que los empleados eran mestizos y hablaban el español muy bien. Un señor, muy serio, de traje de levita blanco nos recibió a la entrada y pasamos al área alrededor de la carpa, donde se encontraban los vendedores de golosinas, souvenires y refrescos. Todos eran de origen latinoamericano y no se veía a ningún rubio proveniente de Rusia.
Llegamos con toda la ilusión del mundo a ver intrépidos acróbatas capaces de las más arriesgadas proezas, ilusionistas con trucos que harían sentir como un novato al mismo David Copperfield, veríamos trapecistas que realizarían quíntuples saltos mortales, domadores de las fieras salvajes, simpáticos números con animales entrenados, actos de payasos comiquísimos. En su lugar, saldrían unos artistas que lucían peinados y trajes sacados de una película de los años setenta, harían unas proezas que se deslucían frente a la magia de los efectos especiales cinematográficos a los que ya estamos acostumbrados. Inclusive, uno de los trapecistas, intentó, infructuosamente realizar su triple voltereta mortal en el aire y se cayó una y otra vez a la malla de seguridad.
Mientras adelantaban las funciones, en un momento, mi imaginación me hizo sentir paranóica, todas las caras lucían conocidas. El payaso se parecía al señor que cobraba la taquilla a la entrada. Olga, la contorsionista, se parecía a la señora que luego nos tomó las fotos. De repente, los empleados que recogían las cuerdas, por casualidad, eran los hermanos que más temprano, habían realizado las acrobacias de cuerdas en el primer número. El domador de fieras tenía la misma cara del conserje y los tigres lucían anémicos. El señor que nos recibió en la entrada era el mismo presentador de los actos. Le comenté a mi amiga que pensaba que el circo atravesaba tantos problemas económicos que los mismos artistas tenían que hacer todas las otras labores complementarias y me reí de mi ocurrencia absurda.
Al salir, llegué a la conclusión de que a este país le falta mucho para que nos alcance un “Cirque du Soleil”, que mientras tanto sólo nos visitan los circos tercermundistas que son tan castigados por las crisis como el que más. Pensé que seguirá pasando un tiempo hasta que la política y la pelota deje de entretenernos y podamos apreciar la belleza de un arte que ha ido cayendo en el olvido.