Sonó el despertador, me levanté con la sensación de un preso que va al patíbulo, resignadamente saqué mis dos pies de la tibia cama y salí a alistar a mis hijos para la escuela. Me invadió una especie de vacío por el estómago, que no asociaba directamente con el ayuno matinal, sino con una manifestación física igual a la que se ha producido las veces que me he tirado a toda velocidad por una montaña rusa. A lo que hoy me iba a enfrentar me hacía sentir abrumada.
Apenas antes de salir de casa leí rápidamente el evangelio de hoy, Mateo 7, 7-12 “…pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre…”. Desde temprano ya estaba deseando que llegara el abrigo de la noche a salvarme de un día que prometía ser complicado. Me pregunté si podría aguantar.
En la tarde, cuando los caminos se me iban cerrando, en el justo momento en que sentía la tensión aumentar y pensaba que ya iba a explotar, cerré mis ojos y la frase me golpeó la mente: “…pedid y se os dará…”, “dejo todo en tus manos”, pensé, como dándome por vencida. La respuesta no se hizo esperar en el abandono y en pocos segundos se produjo la solución a lo que me agobiaba desde hacía días.
Todavía siento que las fuerzas han abandonado mi cuerpo pues el cansancio llega luego de una larga carrera de resistencia, pero no quiero dejar de escribir lo que ha ocurrido. Días como hoy me demuestran que los milagros existen y que cuando he querido tirar la toalla y darme por vencida, sólo he tenido que entregar mis situaciones a El para que el descanso deseado llegue.