jueves, 12 de febrero de 2009

Sailor’s legs

Hace apenas dos semanas me preparaba para ir de crucero. De domingo a domingo sin horarios, correo electrónico, hijos, trabajo, tareas, arreglar camas, preparar cenas, compras de supermercado, clases, trámites, etcétera y etcétera. Era un panorama aterrorizante para mí, ya que soy una persona acostumbrada a estar estructurada con horarios, rutinas, esquemas…

Deposité los niños en casa de mis padres, mi hermano Simón y los niños nos llevaron a la terminal de autobús donde partiríamos con el grupo que se iba con nosotros de viaje. Desde allí iniciaríamos la travesía que concluiría ocho días después en ese mismo lugar. Con un nudo en la garganta, una sensación de flojez de esfínteres y sintiéndome la madre más “sin concepto” y culpable del mundo, besé y abracé a mis niños. Recibí con gratitud un pastillero de dramamina que me regalaba Simón, explicándome que era más “drama” que mina.

Una vez que subimos al barco me maravillé que ese artefacto flotante podía contener un hotel de la mejor categoría con todo un sistema de logística que permitía atender, de forma completa a más de dos mil personas. Mi prurito instintivo me llevó primero a verificar las condiciones del camarote, a dejar toda nuestra ropa organizada, colgada y clasificada por día, los artículos de valor celosamente guardados en la caja de seguridad y a tomar mi primera pastilla del viaje antes de realizar cualquier actividad de recreación. A esa hora todavía encontraba pecaminosas las actividades de descanso y diversión.

Almorzamos, una orquesta tocaba y había gente bañándose en la piscina. En el itinerario del viaje decía “dos noches formales, cinco noches casual o semi-formal”, me lamenté al pensar que iba a tener que seguir un código de vestuario distinto al de las chancletas y traje de baños y acepté resignada esta única regla. Sin darme cuenta, el barco arrancó, dejando atrás el muelle de Sans Souci y adentrándose en alta mar.

No voy a seguir narrando con lujo de detalles los siete días siguientes. El vaivén del barco me daba sueño y pasé parte del viaje realizando una especie de cura de sueño, dormí siesta casi todos los días del viaje, nos bañamos en los jacuzzis, vimos los espectáculos del barco, fui a la discoteca, escalé el muro del barco, paseamos por las islas, entre otros… También, desde mi luna de miel no había pasado tantos días corridos sin despegarme de Philipp, mi esposo. El único hilo que me conectaba con tierra firme eran las llamadas que realicé para hablar con los niños y mi práctica diaria de guitarra en el camarote. Me sentía tranquila y segura en un piso flotante que sostenido gracias a las maravillas de la ingeniería moderna. Pensé en el Titanic.

A nuestro regreso, fue que sentí el verdadero mareo que se produce cuando se acostumbra uno al movimiento del barco. Había sobrevivido airosamente a mi primera experiencia en el mar. Tuve por varios días la sensación de que la tierra se me movía constantemente como si sintiera estar en pleno océano. Mi amiga, Edith, me explicaba que a eso se le llamaba “Sailor’s legs” o piernas de marinero. Me reí imaginándome que eso era preferible a tener las piernas torcidas como un vaquero, pero más tarde pensé que realmente volvía a mi mundo en tierra firme y que me quedaba con un vaivén que me ataba a la irrealidad de una semana de desconección total. Di gracias a Dios y me alegré por el descanso recibido, por haber regresado y por recuperar mi estabilidad del día a día normal, con turbaciones, situaciones, compromisos, rutinas y todo de lo que quería “escapar” en el barco, en ese momento quedé curada del “Sailor’s legs”.